viernes, 10 de julio de 2009

Ulises y la lechuza

a M.

Dos famosas mujeres de la Odisea han cautivado a los escritores de todas las épocas. De Penélope, cuyo talento para el llanto y el tejido la convirtió en un ejemplo insuperable de abnegación, dice Alán Cervantes, ya en este siglo, que llegó “puntual a una cita innecesaria”. La otra, Circe, capaz de una sensualidad que desborda los versos antiguos pese a las pudorosas elipsis de Homero, ha sido objeto de los afanes de al menos dos Julios y un Gabriel (Torri, Cortázar, Zaid).
Caras opuestas del dracma de la feminidad, lo que las define por fuerza es su relación con Ulises. La fiel, hasta donde podemos suponer, envejece felizmente al lado de su esposo, pero tiene que esperar veinte años para ello. La hechicera, por su parte, primera femme fatale de la historia, aunque puede controlar e incluso retener al héroe durante un buen rato, al final debe resignarse a verlo partir.
Pero hay otra constante presencia femenina en el viaje del itaquense, una que, definida o cifrada en la sutil sinécdoque de los ojos de la lechuza, lo salva con cierta frecuencia sin deseo de por medio. La Odisea, contra lo que miente la memoria tras años de haberla leído, no es una narración lineal. Los cuatro primeros cantos describen la situación en Ítaca poco antes de la vuelta de Ulises; los siguientes, hasta el noveno, cuentan sus aventuras tras abandonar a Calipso (otra, si bien menos célebre, mujer araña); tras la llegada a la tierra de los feacios se abre un flashback que abarca desde la caída de Troya hasta la estancia en la isla de la ninfa, es decir, lo ocurrido previo al primer canto de la epopeya. Pues bien: en todos esos lances, auxiliando a Telémaco, reconfortando a Penélope o pidiendo para el héroe el favor de los dioses, está Atenea. Atenea, la divina, la mayor majestad en la tríada de espíritus femeniles, invisible las más veces, reconocible, si acaso, sólo tras su partida.
¿Por qué entonces escasean los escritores que le han dedicado ya no digamos un poema, siquiera una composición sin aspiraciones litúrgicas? Hoy en día sólo se recuerda a la diosa en el emblema de las academias, mentida además por facciones adustas, como si el símil de la mirada –la noche, la profundidad, la brillantez– no contuviera la clave para imaginar la sensualidad de su cuerpo. No importa si nació armada de la frente de su padre: la diosa de la sabiduría rivalizaba en belleza con Diana y Afrodita. Será que define otro arquetipo de feminidad: el de la amiga siempre cercana, disponible, inspiradora, que nunca recibe el reconocimiento que merece.
Ahora bien, Atenea es una de los bienaventurados, de las deidades que, en beatífica existencia, de acuerdo a Walter Otto, jamás experimentan pena o padecimiento alguno. Es decir, ella no se duele de las cuitas de Ulises porque no está en su naturaleza padecer. A salvo del mayor encanto del héroe –la aureola de la desdicha–, la ayuda que le brinda es una elección motivada por la pura simpatía, similar a la que siente un maestro por un pupilo prometedor. En ese sentido, sus actos son los únicos libres de entre todos los de las mujeres de la épica. Después de asegurarse del bienestar de su protegido, simplemente se desvanece. “¿Quién podrá ver con sus propios ojos a una deidad que va o viene si a ella no le place?”, escribe el mismo Homero.
No cuenta el divino bardo si el Laertíada, años después, quizá, de la vuelta, despertaba azorado junto a Penélope en medio de la noche, presa de una vaga sensación de abandono. Como si un ave acabara de partir de su ventana, llevándose, ya para siempre, algo que él en todos sus años de navegante jamás alcanzó, porque eso, esa presencia, nunca tuvo a bien dejarse poseer.