domingo, 27 de septiembre de 2009

Vida y obra de los hermanos Arenas

Cirilo intenta olvidar lo avanzado de la hora mientras espera la vuelta de su madre. Le parece ver, entre el humo del cigarro que fuma, a su hermano Domingo trepando la torre de la parroquia de Zacatelco, en una tarde cualquiera, como cuando eran niños. Sobre la mesa hay una botella de vino, casi vacía. Bebe un trago que le sabe inusualmente dulce y empieza sentirse un poco fuera de su cuerpo.
   Las paredes se le difuminan a ratos, adelgazan, igual que si se proyectara en ellas una película extraña, de cosas que pudieron ser parte de su vida, o que pasaron tal vez durante su vida, pero que él no presenció. Fija la vista en el muro de enfrente, tras la espalda de los escasos amigos que velan con él, y reconoce en el rostro barbado la efigie de Carranza. Esa punzada de vértigo en su estómago es la forma en que el Primer Jefe le está cobrando el robo de armas y caballos, las vías dinamitadas, el despanzurramiento de hombres y trenes. Cirilo se reclina y entrecierra los ojos. Contempla los haces de luz que salen del foco en todas direcciones, como fragmentos de un obús que cae del sol. Revive para sí el silbido de la cohetería y la voz de Emeterio, su otro hermano, que también silbaba entre de las milpas, y en el cuartel, por ser el más joven, exageraba el aire marcial. Al verlo, Domingo no podía contenerse y se echaba a reír mientras se sobaba el muñón del brazo izquierdo.
  Fuera del cuarto los soldados discuten, pero Cirilo no los escucha, tampoco participa de la conversación de sobremesa. Piensa que su nerviosismo es similar al de la noche que partió al monte. Se había quedado en casa pues tenía que velar por sus padres; sus hermanos ya se habían unido a la revolución. Entonces, como ahora, lo mortificaba esa necesidad de soportar la espera. Tras cenar frugalmente, con plena conciencia de los sabores, como para no olvidar la textura de la tortilla fresca y el cosquilleo asfixiante del chile recién tostado en el comal, se despidió de sus padres y emprendió la marcha. Caminó de noche entre los oyameles y prefirió las cañadas a los caminos.
  Sus amigos se despiden. Están nerviosos pero tratan de disimularlo. Cirilo estrecha calurosamente sus manos y se queda solo, relativamente solo, porque fuera de la estación de policía rumia su descontento una pequeña muchedumbre. Son los campesinos del valle de los volcanes y los vecinos de su pueblo natal. Esperan con él y su presencia lo reconforta, es algo semejante a lo que experimentó cuando se unió por fin a sus hermanos en el campamento. Los tres Arenas se contaban entre las filas revolucionarias. Domingo, el mayor, siempre dispuesto al ataque, desde los primeros días se perfiló como el futuro jefe del movimiento en los volcanes. Emeterio era su ayudante de campo, y brincando entre el humo de las detonaciones no parecía que iba a la guerra, sino que jugaba a ella. Y él, callado por naturaleza, aprendía de ellos como si presintiera el día en que tendría que habérselas sin su ayuda. Enfrentaron a una patrulla de Huerta y la rechazaron; les pareció algo simple, cuestión de pericia, de no caerse, como trepar al campanario de la iglesia. Casi de puro gusto le pusieron sitio a Teziutlán, a Tetela, a Zacapoaxtla; no tomaron las plazas pero ensayaron para los combates de verdad.
  Tras la puerta del cuarto estalla la voz del capitán en turno. Discute con los abogados de Cirilo, que lograron del juez de paz su libertad; el militar les responde que eso no le compete, como tampoco al tribunal civil. Sólo puede obedecer órdenes de la Secretaría de Guerra; esto quiere decir, del mismo Carranza. Cirilo cree reconocer la voz de Guadalupe entre los que interceden. Se engaña, pero no importa. Aunque ella está lejos, alcanza a recrear sus palabras, su olor, su imagen. La ve en la película, cubriéndose del polvo con el rebozo. La ve sentada en el petate, de madrugada, mirándolo con una suerte de frío placer.
  Después del primer impulso, de tomar Tlaxcala, las cosas no volvieron a ser fáciles. El Primer Jefe no tenía intenciones de resolver los problemas del campesinado. Domingo sublevó a la Brigada Xicohténcatl, batió a los carrancistas hasta que llegó Obregón. El general derrotó a los Arenas en Apizaco y les impidió cortar las vías del ferrocarril entre México y Veracruz. En esos combates cayó Emeterio, tropezó como un niño que no sabe caminar. Cirilo y Domingo se dieron cuenta de qué se trataba la guerra. Pero juraron lealtad al Plan de Ayala y se batieron alrededor de los cerros, entre el repicar de las campanas de la basílica de Ocotlán. La Convención le ordenó al manco resistir. Los restos de la brigada, aunque desparramados, se esforzaron siempre, no como Zapata, a quien le daba miedo dejar su trono en medio de la selva: Zapata, que sólo salía a tomar ciudades desguarnecidas, Puebla o la capital cuando Obregón andaba en el norte, pero que exigía de los Arenas, eso sí, sumisión y valentía, y vayan a desangrarse.
  Se abre la puerta. Entra la madre de Cirilo, acompañada de un sacerdote: es el cura de Tepeaca, dice. Pero él no está preparado. Además, tiene confianza en la amnistía de Carranza. Si gentes como Ayaquica y Magaña salieron libres, y ellos sí eran auténticos forajidos, a él también debe alcanzarlo el indulto. Su madre suplica y lo abraza, y él aprieta el estómago, se mantiene firme. Aceptar confesarse sería como salirse un poco más del cuerpo. Ella se despide, y el sacerdote se va.
  La pared se empaña. Cirilo vuelve a quedar solo. Repasa los últimos momentos de su aprendizaje. Domingo no sólo le enseñó a combatir, sino también a jugar a la política. Se volvió más desconfiado y no tuvo otro remedio que refugiarse en los volcanes. Atrajo a los jefes zapatistas de la zona y les hizo jurar un pacto de unión. Poco a poco se fue haciendo del control del valle. Fraccionó las tierras de los hacendados y fundó colonias agrícolas. En cada una se apartaron solares para la iglesia y la escuela. Y aunque Cirilo supo, y Domingo quizá no, que eventualmente habría de acabarse, porque no todos lo habían comprendido, ni siquiera el mismo campesinado que formaba parte de ello, los dos entendieron que ahí estaba un germen de respuesta, un comienzo de camino; un germen y un comienzo reales, no letra muerta como la ley del seis de enero, no proclamas de retórica fácil como las de Zapata y tantos otros –Zapata, bien oculto entre los breñales.
  La noche avanza, pero Cirilo ha superado las imágenes. Olfatea el aire, buscando el olor de la tierra, e imagina que toma entre los dedos una hoja de maíz ya maduro, y que soba los vellos de la planta. Eso estaba bien, y sin embargo, parecía mandamiento estrangular aquello que estaba bien. Había que defenderlo. Por eso unieron fuerzas con Carranza, para asegurar la obra. Y el Primer Jefe, a pesar de su incomprensión, la respetó. Por eso se unieron con él, no por traicionar el Plan de Ayala. Pero había que estrangularlo todo. La muchedumbre, fuera, resuella con inquietud. Las colonias, las escuelas en los solares, eran la encarnación del ideal campesino; llegaron los zapatistas de Ayaquica y redujeron todo a cenizas, violaron a las mujeres, balearon a los niños. Zapata redimiendo al campesinado. Zapata que se lame los bigotes y pide a Domingo una conferencia.
  Cirilo crispa los puños y el reflujo de su estómago le quema la garganta. Toma la botella y se sirve las heces. Las bebe de un trago. Trata de ver a Guadalupe envuelta en el rebozo, en la casa que tendrán. Pero el rencor le gana y contempla impotente, porque cuando ocurrió estaba enfermo y no pudo acompañar a su hermano a la entrevista, cómo aparentando despedirse Magaña jala a Domingo del hombro, le desliza un puñal en el vientre, lo remata a culatazos; lo decapita, lo arroja a una barranca, y luego, el muy bruto, recuerda que Zapata tiene hambre, así que vuelve por el cuerpo, le saca los intestinos, llena el vientre con hierbas, y lo lleva a Morelos, donde el máximo caudillo del agrarismo se harta con la carne, se vomita de tanto tragar.
  Son las cuatro de la mañana. Dos soldados sacan a Cirilo de su celda. Tiene miedo, pero se controla. Es sólo que el Primer Jefe busca su completo quebrantamiento. Perdonó a Magaña y a Ayaquica, y él se entregó por propia voluntad. Por Cirilo, mientras espera, piden el indulto los hacendados de Atlixco, los comerciantes de San Martín, hasta las señoras acaudaladas de Puebla. Porque, paradójicamente, mientras los hermanos Arenas tutelaron la zona de los volcanes, las cosas marcharon bien. No había pillaje, porque los revolucionarios tenían comida. No había combate, porque la guerra había dado fruto. No había revueltas, porque los campesinos tenían un territorio al que podían llamar propio. Por eso, no por traicionar al Primer Jefe, resistió su desarme y remontó la cuesta de los volcanes. Sus hermanos ya no estaban ahí para aconsejarlo; él tenía veintiún años y era jefe de la División Arenas. Entonces, aunque no lo demuestra, Cirilo comienza a entrar en pánico. Las calles se suceden y cree saber adónde lo llevan: al cuartel de San José. No se ha confesado, y no sabe si se lo permitirán. Y en cada esquina que queda atrás imagina los cuerpos de los carrancistas que venció, los muertos en Atlixco, los cuatrocientos a los que emboscó en Santa Rita porque se atrevieron a perseguirlo.
  Llegan al cuartel. Un capitán lo conduce directamente al cadalso. Entonces, milagrosamente, el médico de guardia anuncia la suspensión de la sentencia. Lo llevan a una celda. Pasan los minutos sin ninguna novedad. Aunque el doctor no sabe nada, trata de darle ánimos. Y es que a pesar de tantas victorias, tan parciales al final, estaba enfermo, está enfermo, ha visto demasiado. No pudo soportar más la vida en el campamento. No pudo vengar a su hermano ni toleró la visión de los cadáveres de la epidemia de gripe. Trató de rendirse. Estaba solo y fue a entregarse, pero Carranza no quiso aceptar su rendición. Se da cuenta de que ya no lo hará.
  Llega su madre con otro sacerdote y Cirilo acepta recibir los santos óleos. La abraza. Olvida a Zapata y a Carranza. Lo llevan al paredón. Tratan de vendarle los ojos, pero Emeterio corre y Domingo trepa, y ya las manos de su madre se los cerrarán. Dice algo sobre la paz de su patria. Se cruza de brazos. Se pierde en los ojos de Guadalupe y no oye el deslizarse de las balas en la recámara de los fusiles. Hiende el aire la espada del capitán.
  A lo lejos, amanece.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Tierra Adentro 159


La revista Tierra Adentro publicó, en su número más reciente, una reseña mía sobre Contra los poetas, del narrador y polemista polaco Witold Gombrowicz. El libro, editado en el 2008 por Tumbona Ediciones, es una especie de maravilloso asalto verbal que pone en jaque tanto la parafernalia que rodea al oficio poético como ciertos aspectos intrínsecos del mismo. Toda persona que ande en el negocio de invocar a las musas debería leerlo. Reitero a los cuates mi solicitud de hacer paro: la revista se vende en librerías, Sanborns y algunos Vips.

domingo, 9 de agosto de 2009

Un poema rebuscado para un momento cualquiera

El instinto me dice: huye.
La razón lo confirma: huye.
Mi voluntad se suscribe: huye.
Sólo aquello que no sé nombrar
quiere permanecer en la casa del fuego.

viernes, 10 de julio de 2009

Ulises y la lechuza

a M.

Dos famosas mujeres de la Odisea han cautivado a los escritores de todas las épocas. De Penélope, cuyo talento para el llanto y el tejido la convirtió en un ejemplo insuperable de abnegación, dice Alán Cervantes, ya en este siglo, que llegó “puntual a una cita innecesaria”. La otra, Circe, capaz de una sensualidad que desborda los versos antiguos pese a las pudorosas elipsis de Homero, ha sido objeto de los afanes de al menos dos Julios y un Gabriel (Torri, Cortázar, Zaid).
Caras opuestas del dracma de la feminidad, lo que las define por fuerza es su relación con Ulises. La fiel, hasta donde podemos suponer, envejece felizmente al lado de su esposo, pero tiene que esperar veinte años para ello. La hechicera, por su parte, primera femme fatale de la historia, aunque puede controlar e incluso retener al héroe durante un buen rato, al final debe resignarse a verlo partir.
Pero hay otra constante presencia femenina en el viaje del itaquense, una que, definida o cifrada en la sutil sinécdoque de los ojos de la lechuza, lo salva con cierta frecuencia sin deseo de por medio. La Odisea, contra lo que miente la memoria tras años de haberla leído, no es una narración lineal. Los cuatro primeros cantos describen la situación en Ítaca poco antes de la vuelta de Ulises; los siguientes, hasta el noveno, cuentan sus aventuras tras abandonar a Calipso (otra, si bien menos célebre, mujer araña); tras la llegada a la tierra de los feacios se abre un flashback que abarca desde la caída de Troya hasta la estancia en la isla de la ninfa, es decir, lo ocurrido previo al primer canto de la epopeya. Pues bien: en todos esos lances, auxiliando a Telémaco, reconfortando a Penélope o pidiendo para el héroe el favor de los dioses, está Atenea. Atenea, la divina, la mayor majestad en la tríada de espíritus femeniles, invisible las más veces, reconocible, si acaso, sólo tras su partida.
¿Por qué entonces escasean los escritores que le han dedicado ya no digamos un poema, siquiera una composición sin aspiraciones litúrgicas? Hoy en día sólo se recuerda a la diosa en el emblema de las academias, mentida además por facciones adustas, como si el símil de la mirada –la noche, la profundidad, la brillantez– no contuviera la clave para imaginar la sensualidad de su cuerpo. No importa si nació armada de la frente de su padre: la diosa de la sabiduría rivalizaba en belleza con Diana y Afrodita. Será que define otro arquetipo de feminidad: el de la amiga siempre cercana, disponible, inspiradora, que nunca recibe el reconocimiento que merece.
Ahora bien, Atenea es una de los bienaventurados, de las deidades que, en beatífica existencia, de acuerdo a Walter Otto, jamás experimentan pena o padecimiento alguno. Es decir, ella no se duele de las cuitas de Ulises porque no está en su naturaleza padecer. A salvo del mayor encanto del héroe –la aureola de la desdicha–, la ayuda que le brinda es una elección motivada por la pura simpatía, similar a la que siente un maestro por un pupilo prometedor. En ese sentido, sus actos son los únicos libres de entre todos los de las mujeres de la épica. Después de asegurarse del bienestar de su protegido, simplemente se desvanece. “¿Quién podrá ver con sus propios ojos a una deidad que va o viene si a ella no le place?”, escribe el mismo Homero.
No cuenta el divino bardo si el Laertíada, años después, quizá, de la vuelta, despertaba azorado junto a Penélope en medio de la noche, presa de una vaga sensación de abandono. Como si un ave acabara de partir de su ventana, llevándose, ya para siempre, algo que él en todos sus años de navegante jamás alcanzó, porque eso, esa presencia, nunca tuvo a bien dejarse poseer.

martes, 9 de junio de 2009

Justine y Juliette


Una obra a estrenarse en el foro La Astilla, en esta neblinosa ciudad de Xalapa. Más información aquí o en los links del margen derecho.

domingo, 24 de mayo de 2009

Dialéctica del polvo en Tierra Adentro # 157


La revista Tierra Adentro, en su número correspondiente a los meses de abril-mayo del 2009, publicó mi texto Dialéctica del polvo como parte de una sección dedicada a conmemorar los 120 años del natalicio de Alfonso Reyes. La revistas se vende en las librerías de Conaculta y también en los Sanborns y en los Vips. Hagan paro y échenle un ojo.

martes, 5 de mayo de 2009

Partitura de la destrucción (fragmentos)


Si se borrara, si desapareciera… como se borra y desaparece
la noche con el alba, cuando levanta los dedos del teclado esférico
en que ha ejecutado, no a cuatro manos, sino a millones de manos,
otro movimiento del eterno desaparecer.

Miguel Ángel Asturias


Fue algo maravilloso, como una imprevista erupción de palomitas de maíz o el estallido de un sinfín de fuegos de artificio, o globos liberados que explotaban al llegar a la atmósfera. Incendios, incendios por todas partes, sonoros, instantáneos, condensados; en cada continente, en las urbes, en las regiones del hielo, sobre las estepas, contra el irreprochable azul de las aguas. Devoraban y devoraban kilómetros pero a cierta distancia, digamos desde la luna, se veían apenas como cigarros encendidos, y desaparecían igual que luciérnagas en la noche. ¿Ha de existir necesariamente una razón para el desastre? ¿No puede justificarse un cataclismo por el simple divertimento, por la música encantadora?
  Ciertamente el fin no tenía porqué seguir una estructura, tener una clave y un compás, pero… quizá los tuvo. Probablemente fueron indiscernibles a ras de piso: de ahí tanto gemir y lamentarse. Al cabo, los fuegos menudearon, la lluvia se secó. El preludio había durado un par de semanas. Había sido el primer movimiento.

Pero una noche, el torbellino no desaparece. Y a la tarde siguiente hay dos columnas ondulantes bajo el cielo desvaído, cautivas como un par de enamorados. La oscuridad no puede o no quiere arrebatarlas. Para el nuevo crepúsculo, un trío de tolvaneras se alza contra la luna. Y vuelve a fallar la sombra, y con el alba, y así, finalmente, durante el último atardecer, una legión de remolinos danza en la llanura; muchos solos, otros en conjunto, algunas espirales son como mujeres embelesadas por una música dulzona. El ritmo que rige la maravilla es inasequible, pero aquellas personas acostumbradas a mirar a la distancia pueden intuirlo. Cada cual se sume en sus propios, deliciosos pensamientos. Embaucados por el lento vaivén frente a sus ojos, no se dan cuenta, acaso alguno un segundo antes del impacto, de la oleada de viento caliente que se precipita hacia ellos por la carretera. Veloz e inevitable, tan rápida que al imaginarla uno lo hace en cámara lenta, al aproximarse al pueblo se va abriendo como los dedos de una soprano cuando alcanza la nota más alta. Barre con los cuerpos que encuentra y deja intactas las casas y el asfalto. Pero no importa, porque el último gesto de los desvanecidos fue uno de profunda satisfacción. Las calles vuelven a quedar vacías, más limpias que antes.

Piensa en un scherzo, en una tonada chispeante. No todo tiene porque ser dramático en esta recapitulación. Piensa en los últimos ejércitos, diezmados por la música, que aprovechan un silencio para lanzarse a la conquista de los últimos recursos. Felices, concientes de la trascendencia de su deber, entusiasmados como un cultivo de bacterias que escapa a sus creadores, bajan de los países boreales a los países australes, libres del peso de las patrañas políticas, justificados ahora sí por el purísimo axioma de la subsistencia. Piensa en los pueblos del sur, que reciben a los invasores de buen grado, como a quien va por fin a quebrar sus cadenas. Piensa en una fiesta, en copas y sonrisas, en los invitados que gastan a sus anfitriones bromas y bromas ingeniosas. Y éstos, vista la intención, se dispersan, huyen, se alejan riendo, topándose unos con otros, escapando, como en un juego de carnaval, del hombre vestido de diablo o de borrico o del charro con la reata desenrollada. Pero piensa, porque siempre los mayores bromistas reciben al final la mejor chanza, que este movimiento ha de ser simétrico. Y que cuando los soldados creen haber asegurado lo que pugnaban por alcanzar, como a los judíos las tropas de Ramsés, el nuevo tema irrumpe con una carcajada de metales, trompetas y clarines y platillos. Y suenan los compases de la epidemia, la fuga de los caballos del cólera, de la disentería, del paludismo, de la malaria, de la fiebre amarilla, de la tifoidea, de la peste, del ántrax, del hantha, del ébola; de todas las especies domésticas que siempre han ocupado el sur y que luego recorren, en sentido inverso al de las botas militares, entre marchas de triunfo, los continentes. Imagina un payaso que despide a la concurrencia, pródigo en sonrisas para los niños, mientras moja a los incautos con la margarita de su ojal. Piensa en la cantidad de aplausos que hay en una ovación atronadora: así de entretenido fue.

Imagina, por último, un rondó. El balanceo de las embarcaciones que huyen a cualquier parte. Los pasos cautelosos de los supervivientes que se internan en sitios inhóspitos, con la esperanza de encontrar allí la salvación. Pero cunde el baile. El planeta entero se ha unido a la danza. Harapos y mortajas acompañan a la brisa. Una pareja de gatos cabriolea entre los escombros de París. La sombra de una mezquita se sacude bajo la noche de Anatolia. Se rompen lazos, compromisos, promesas y hasta las leyes naturales. Ya todo es posible. Dos tigres se entrelazan en el aire sobre China. Las secoyas gigantes de Yosemite se contonean dando retumbos.
  Y así, en esta última danza, en este postrer Rondó alla Turca, también los elementos, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se ponen a bailar. ¡Aquelarre de relámpagos sobre Chichén Itzá, océanos que envuelven a las playas con su gozo, huracanes en un charleston sobre la pista de Europa! Baile mundial que deviene estelar, obvia correspondencia entre los cardúmenes y las estrellas, la luna que da un pasito para adelante, el sol que gira sobre su eje. Último tango antes del más profundo de los silencios.
Luego, porque todo ha de acabarse, poco a poco, el salón va quedando vacío. Países enteros han caído ya en el sueño, un sueño necesario y verdaderamente reparador. Marte bosteza junto a Venus ensimismada. Un ebrio sucumbe en algún sitio, dulcemente. Una niña se ha dormido, una madre, dos ancianos…
Cuando sólo quedan los fuertes, los pocos que resistieron, los que obligaron a los músicos a seguir tocando, hasta que el tempo de la partitura se oyó ensordecido; entre ellos, para ellos, finalmente, una melodía atenuada comienza a sonar. Enseguida se dan cuenta. Se trata de un amanecer distinto. El postrer acorde se sostiene, baña de luz los rincones. En el resto del globo los danzantes quedaron donde cayeron: sólo el tiempo, el tiempo incansable, un día los despertará. Piensa en las oportunidades, en las posibilidades, tanto para los individuos como para la civilización. En ese momento estamos ahora.

viernes, 24 de abril de 2009

Cerrar el ciclo

Al día siguiente, con la carencia fresca, entendí porqué llamó tras varias semanas de no vernos. Semanas: un verdadero logro de su parte, si se toma en cuenta que salíamos con regularidad a pesar del rompimiento. Me cuesta recordar los pormenores, aunque no ha pasado tanto; solía aparecerse en el banco a la hora del cierre. Primero íbamos al cine o al café pero acabábamos siempre en un bar, bebiendo un preludio del que podríamos haber prescindido. Le gustaba fingir que aún nos extrañábamos, que aún disfrutábamos de nuestra pura compañía.
Era su juego, claro, no mío. Necesitaba tranquilizar su conciencia de mujer decente. Todos los viernes la arrastraba a mi departamento, pero nunca abandonaba su postura de víctima vencida por las circunstancias. Y yo lo consentía porque, según recuerdo, salvo la última vez, coger con ella siempre fue divertido.
Sé que me aproveché de su dependencia, de su falta de fortaleza para cerrar el ciclo. Me justificaba pensando que no era yo el que la buscaba, y tampoco dejé de advertirle que lo nuestro no tenía remedio. Se lo decía a la menor oportunidad; a veces después del sexo, para mortificarla. Ella, eso sí, sin importar cuán ofendida se dijese, jamás rehusó tomar una copa.
Me sorprendió mucho despertar un sábado y caer en cuenta de que había pasado casi un mes sin que me buscara. Sentí el impulso de hablarle pero me lo impidió la razón previsible. Pasó un fin en blanco y luego otro; fueron los días de la fusión con el consorcio inglés, quise pensar que salir con ella me habría quitado tiempo para sacar al trabajo acumulado. Después se alargaron semanas sin que al menos subiera el dólar. Para no aburrirme organicé algunas reuniones con mis colegas; gente insípida a la que, cada mañana ahora lo compruebo, en realidad detesto.
Se apareció por fin un viernes lluvioso, después de la hora del cierre. La vi a través de las puertas de vidrio, pequeña y morena, he olvidado si estaba más gorda o más delgada. Me queda la mentira que le dije: espera, no puedo pasarte por razones de seguridad. Asintió.
Todavía me entretuve en cualquier tontería para no salir de inmediato. Ya afuera me tomó del brazo y me condujo a un bar pequeño y escondido cerca del centro. Hice algún pronóstico grosero y ella sonrió indefiniblemente.
Bebimos más bien poco sin hablar casi de nada nuevo. Le arranqué dos o tres cosas que por más que trato –¿se había cambiado de departamento o la habían ascendido?– no puedo precisar. Ella prefería, de hecho insistía, en recordar las cosas que habíamos hecho cuando fuimos pareja. La noche en el antro en que nos presentaron. La primera vez que durmió conmigo, aunque la he olvidado tuvo que haberla. El día en que la acompañé a regañadientes a la boda de no sé quién. Es curioso, recuerdo haberme sentido muy alegre y por alguna razón estoy seguro de que mi euforia se debía más a ella que al alcohol, al placer que prometía su escote abierto como una trampa, a su sonrisa impregnada de una extraña condescendencia. Vagamente comprendí lo que se estaba gestando, pero entonces creí que simplemente se engañaba, que anhelaba, como era usual, lo que había perdido.
No habían dado las once cuando propuso, de súbito, que fuéramos a mi departamento. No me negué. Salimos del lugar. Pasamos frente a la sucursal del banco. ¿No tienes trabajo que hacer?, bromeó. Hacía mucho viento, y una lona con el logo del consorcio se agitaba como si fuera un banderín de alerta.
Llegamos a mi edificio. Notó la torpeza de mis manos y me quitó las llaves. Abrió, me condujo por la escalera a oscuras, entramos a mi departamento, creo que quise pasar a la recámara pero ella me sentó sobre el sillón. Se quitó las zapatillas y se alzó la falda, se bajó la pantaleta sin quitarse las medias. Me desabrochó el pantalón; montándose en mí comenzó a menearse tranquilamente, con una cadencia que jamás le había conocido. Yo sentía un extraño desaliento confundido con el placer. Poco a poco el vaivén se hizo más ansioso; me aferré a sus senos pequeños y creo que cerré los ojos. No recuerdo su rostro cuando volví a abrirlos, ella había impuesto un ritmo frenético, tuve un conato de pánico al sentir que me vaciaba. Ni siquiera sé muy bien cómo explicarlo. Sólo puedo decir que recuperó todo lo suyo, que extirpó de mí las horas en los cafés, una escapada a la playa, el nombre de su padre; insignificancias quizá pero que yo podía empuñar en su contra y hoy ocupan una vacante irreducible en mi memoria. No fui capaz o no supe detenerla. Se rehizo de la densa mezcla de emociones que hasta esa noche la había atado, reclamó la esperanza depositada en mí como una inversión sin dividendos.
Cuando eyaculé se separó. Se medio abrochó la blusa. Se puso las pantaletas y las zapatillas y se alisó la falda. Ni me dio un beso de despedida. La vi señalar dónde había dejado las llaves. Abrió la puerta, se difuminó en la luz anaranjada del alumbrado de la calle. Me quedé dormido.
Desperté con una abrumadora sensación de abandono, consciente de lo que había pasado pero sin recordar lo esencial. Al avanzar penosamente las horas fui entendiendo. Tal vez también lo olvide con el tiempo. Pero eso no tiene importancia.
Lo espantoso es la molestia que desde entonces me provoca lo que me rodea. Me fastidia el desorden de mi departamento, el caos de las calles que de tan común parece orden. Me desespera la presunta laboriosidad de mis colegas. Y odio con todas mis fuerzas el logo del banco. De haber sabido el precio que estaba pagando, habría exigido al menos algo más que el gusto evanescente de su cuerpo. Estoy perdiendo incluso la capacidad de evocar su imagen.
Claro que la he llamado, pero jamás contesta.

domingo, 19 de abril de 2009

Elegía

Como era una minina sin cultura,
atigrada y gris como cualquiera,
se privó de conocerla el mundo, 
de oírla maullar en un reality
y admirar su foto en las revistas.

Como no tenía padres acicalados 
ni podía presumir alguna raza,
nunca recorrió las pasarelas,
jamás conoció la alta cocina
ni se casó con una bestia célebre.

Rompió corazones, eso sí,
en los tejados más selectos de la Juárez,
en la esquina de Lardizábal con Reforma, 
y más de tres perdieron la vida 
seguros del instinto de su amor.

Había algo de grandioso en su cadencia
y aunque nadie le midió las patas, 
ni le cortó el pelo según estándares, 
ni se supo cuántos centímetros alzaba 
los cuartos traseros sobre el suelo,

tenía los rasgos perfectos: 
expresivas orejas pecioladas, 
esbelto cuerpo de acróbata 
y en las pupilas –diseño de la noche– 
una sonriente lejanía de supernova.

Acerca de Contraverano


La revista Luvina de la Universidad de Guadalajara publicó en su más reciente número un ensayo mío sobre Contraverano, libro del poeta sinaloense Mijail Lamas. El poemario es francamente bueno, y no lo digo sólo porque su autor es piscis. Aunque eso es un añadido. He aquí el enlace.