viernes, 24 de abril de 2009

Cerrar el ciclo

Al día siguiente, con la carencia fresca, entendí porqué llamó tras varias semanas de no vernos. Semanas: un verdadero logro de su parte, si se toma en cuenta que salíamos con regularidad a pesar del rompimiento. Me cuesta recordar los pormenores, aunque no ha pasado tanto; solía aparecerse en el banco a la hora del cierre. Primero íbamos al cine o al café pero acabábamos siempre en un bar, bebiendo un preludio del que podríamos haber prescindido. Le gustaba fingir que aún nos extrañábamos, que aún disfrutábamos de nuestra pura compañía.
Era su juego, claro, no mío. Necesitaba tranquilizar su conciencia de mujer decente. Todos los viernes la arrastraba a mi departamento, pero nunca abandonaba su postura de víctima vencida por las circunstancias. Y yo lo consentía porque, según recuerdo, salvo la última vez, coger con ella siempre fue divertido.
Sé que me aproveché de su dependencia, de su falta de fortaleza para cerrar el ciclo. Me justificaba pensando que no era yo el que la buscaba, y tampoco dejé de advertirle que lo nuestro no tenía remedio. Se lo decía a la menor oportunidad; a veces después del sexo, para mortificarla. Ella, eso sí, sin importar cuán ofendida se dijese, jamás rehusó tomar una copa.
Me sorprendió mucho despertar un sábado y caer en cuenta de que había pasado casi un mes sin que me buscara. Sentí el impulso de hablarle pero me lo impidió la razón previsible. Pasó un fin en blanco y luego otro; fueron los días de la fusión con el consorcio inglés, quise pensar que salir con ella me habría quitado tiempo para sacar al trabajo acumulado. Después se alargaron semanas sin que al menos subiera el dólar. Para no aburrirme organicé algunas reuniones con mis colegas; gente insípida a la que, cada mañana ahora lo compruebo, en realidad detesto.
Se apareció por fin un viernes lluvioso, después de la hora del cierre. La vi a través de las puertas de vidrio, pequeña y morena, he olvidado si estaba más gorda o más delgada. Me queda la mentira que le dije: espera, no puedo pasarte por razones de seguridad. Asintió.
Todavía me entretuve en cualquier tontería para no salir de inmediato. Ya afuera me tomó del brazo y me condujo a un bar pequeño y escondido cerca del centro. Hice algún pronóstico grosero y ella sonrió indefiniblemente.
Bebimos más bien poco sin hablar casi de nada nuevo. Le arranqué dos o tres cosas que por más que trato –¿se había cambiado de departamento o la habían ascendido?– no puedo precisar. Ella prefería, de hecho insistía, en recordar las cosas que habíamos hecho cuando fuimos pareja. La noche en el antro en que nos presentaron. La primera vez que durmió conmigo, aunque la he olvidado tuvo que haberla. El día en que la acompañé a regañadientes a la boda de no sé quién. Es curioso, recuerdo haberme sentido muy alegre y por alguna razón estoy seguro de que mi euforia se debía más a ella que al alcohol, al placer que prometía su escote abierto como una trampa, a su sonrisa impregnada de una extraña condescendencia. Vagamente comprendí lo que se estaba gestando, pero entonces creí que simplemente se engañaba, que anhelaba, como era usual, lo que había perdido.
No habían dado las once cuando propuso, de súbito, que fuéramos a mi departamento. No me negué. Salimos del lugar. Pasamos frente a la sucursal del banco. ¿No tienes trabajo que hacer?, bromeó. Hacía mucho viento, y una lona con el logo del consorcio se agitaba como si fuera un banderín de alerta.
Llegamos a mi edificio. Notó la torpeza de mis manos y me quitó las llaves. Abrió, me condujo por la escalera a oscuras, entramos a mi departamento, creo que quise pasar a la recámara pero ella me sentó sobre el sillón. Se quitó las zapatillas y se alzó la falda, se bajó la pantaleta sin quitarse las medias. Me desabrochó el pantalón; montándose en mí comenzó a menearse tranquilamente, con una cadencia que jamás le había conocido. Yo sentía un extraño desaliento confundido con el placer. Poco a poco el vaivén se hizo más ansioso; me aferré a sus senos pequeños y creo que cerré los ojos. No recuerdo su rostro cuando volví a abrirlos, ella había impuesto un ritmo frenético, tuve un conato de pánico al sentir que me vaciaba. Ni siquiera sé muy bien cómo explicarlo. Sólo puedo decir que recuperó todo lo suyo, que extirpó de mí las horas en los cafés, una escapada a la playa, el nombre de su padre; insignificancias quizá pero que yo podía empuñar en su contra y hoy ocupan una vacante irreducible en mi memoria. No fui capaz o no supe detenerla. Se rehizo de la densa mezcla de emociones que hasta esa noche la había atado, reclamó la esperanza depositada en mí como una inversión sin dividendos.
Cuando eyaculé se separó. Se medio abrochó la blusa. Se puso las pantaletas y las zapatillas y se alisó la falda. Ni me dio un beso de despedida. La vi señalar dónde había dejado las llaves. Abrió la puerta, se difuminó en la luz anaranjada del alumbrado de la calle. Me quedé dormido.
Desperté con una abrumadora sensación de abandono, consciente de lo que había pasado pero sin recordar lo esencial. Al avanzar penosamente las horas fui entendiendo. Tal vez también lo olvide con el tiempo. Pero eso no tiene importancia.
Lo espantoso es la molestia que desde entonces me provoca lo que me rodea. Me fastidia el desorden de mi departamento, el caos de las calles que de tan común parece orden. Me desespera la presunta laboriosidad de mis colegas. Y odio con todas mis fuerzas el logo del banco. De haber sabido el precio que estaba pagando, habría exigido al menos algo más que el gusto evanescente de su cuerpo. Estoy perdiendo incluso la capacidad de evocar su imagen.
Claro que la he llamado, pero jamás contesta.

domingo, 19 de abril de 2009

Elegía

Como era una minina sin cultura,
atigrada y gris como cualquiera,
se privó de conocerla el mundo, 
de oírla maullar en un reality
y admirar su foto en las revistas.

Como no tenía padres acicalados 
ni podía presumir alguna raza,
nunca recorrió las pasarelas,
jamás conoció la alta cocina
ni se casó con una bestia célebre.

Rompió corazones, eso sí,
en los tejados más selectos de la Juárez,
en la esquina de Lardizábal con Reforma, 
y más de tres perdieron la vida 
seguros del instinto de su amor.

Había algo de grandioso en su cadencia
y aunque nadie le midió las patas, 
ni le cortó el pelo según estándares, 
ni se supo cuántos centímetros alzaba 
los cuartos traseros sobre el suelo,

tenía los rasgos perfectos: 
expresivas orejas pecioladas, 
esbelto cuerpo de acróbata 
y en las pupilas –diseño de la noche– 
una sonriente lejanía de supernova.

Acerca de Contraverano


La revista Luvina de la Universidad de Guadalajara publicó en su más reciente número un ensayo mío sobre Contraverano, libro del poeta sinaloense Mijail Lamas. El poemario es francamente bueno, y no lo digo sólo porque su autor es piscis. Aunque eso es un añadido. He aquí el enlace.