domingo, 27 de septiembre de 2009

Vida y obra de los hermanos Arenas

Cirilo intenta olvidar lo avanzado de la hora mientras espera la vuelta de su madre. Le parece ver, entre el humo del cigarro que fuma, a su hermano Domingo trepando la torre de la parroquia de Zacatelco, en una tarde cualquiera, como cuando eran niños. Sobre la mesa hay una botella de vino, casi vacía. Bebe un trago que le sabe inusualmente dulce y empieza sentirse un poco fuera de su cuerpo.
   Las paredes se le difuminan a ratos, adelgazan, igual que si se proyectara en ellas una película extraña, de cosas que pudieron ser parte de su vida, o que pasaron tal vez durante su vida, pero que él no presenció. Fija la vista en el muro de enfrente, tras la espalda de los escasos amigos que velan con él, y reconoce en el rostro barbado la efigie de Carranza. Esa punzada de vértigo en su estómago es la forma en que el Primer Jefe le está cobrando el robo de armas y caballos, las vías dinamitadas, el despanzurramiento de hombres y trenes. Cirilo se reclina y entrecierra los ojos. Contempla los haces de luz que salen del foco en todas direcciones, como fragmentos de un obús que cae del sol. Revive para sí el silbido de la cohetería y la voz de Emeterio, su otro hermano, que también silbaba entre de las milpas, y en el cuartel, por ser el más joven, exageraba el aire marcial. Al verlo, Domingo no podía contenerse y se echaba a reír mientras se sobaba el muñón del brazo izquierdo.
  Fuera del cuarto los soldados discuten, pero Cirilo no los escucha, tampoco participa de la conversación de sobremesa. Piensa que su nerviosismo es similar al de la noche que partió al monte. Se había quedado en casa pues tenía que velar por sus padres; sus hermanos ya se habían unido a la revolución. Entonces, como ahora, lo mortificaba esa necesidad de soportar la espera. Tras cenar frugalmente, con plena conciencia de los sabores, como para no olvidar la textura de la tortilla fresca y el cosquilleo asfixiante del chile recién tostado en el comal, se despidió de sus padres y emprendió la marcha. Caminó de noche entre los oyameles y prefirió las cañadas a los caminos.
  Sus amigos se despiden. Están nerviosos pero tratan de disimularlo. Cirilo estrecha calurosamente sus manos y se queda solo, relativamente solo, porque fuera de la estación de policía rumia su descontento una pequeña muchedumbre. Son los campesinos del valle de los volcanes y los vecinos de su pueblo natal. Esperan con él y su presencia lo reconforta, es algo semejante a lo que experimentó cuando se unió por fin a sus hermanos en el campamento. Los tres Arenas se contaban entre las filas revolucionarias. Domingo, el mayor, siempre dispuesto al ataque, desde los primeros días se perfiló como el futuro jefe del movimiento en los volcanes. Emeterio era su ayudante de campo, y brincando entre el humo de las detonaciones no parecía que iba a la guerra, sino que jugaba a ella. Y él, callado por naturaleza, aprendía de ellos como si presintiera el día en que tendría que habérselas sin su ayuda. Enfrentaron a una patrulla de Huerta y la rechazaron; les pareció algo simple, cuestión de pericia, de no caerse, como trepar al campanario de la iglesia. Casi de puro gusto le pusieron sitio a Teziutlán, a Tetela, a Zacapoaxtla; no tomaron las plazas pero ensayaron para los combates de verdad.
  Tras la puerta del cuarto estalla la voz del capitán en turno. Discute con los abogados de Cirilo, que lograron del juez de paz su libertad; el militar les responde que eso no le compete, como tampoco al tribunal civil. Sólo puede obedecer órdenes de la Secretaría de Guerra; esto quiere decir, del mismo Carranza. Cirilo cree reconocer la voz de Guadalupe entre los que interceden. Se engaña, pero no importa. Aunque ella está lejos, alcanza a recrear sus palabras, su olor, su imagen. La ve en la película, cubriéndose del polvo con el rebozo. La ve sentada en el petate, de madrugada, mirándolo con una suerte de frío placer.
  Después del primer impulso, de tomar Tlaxcala, las cosas no volvieron a ser fáciles. El Primer Jefe no tenía intenciones de resolver los problemas del campesinado. Domingo sublevó a la Brigada Xicohténcatl, batió a los carrancistas hasta que llegó Obregón. El general derrotó a los Arenas en Apizaco y les impidió cortar las vías del ferrocarril entre México y Veracruz. En esos combates cayó Emeterio, tropezó como un niño que no sabe caminar. Cirilo y Domingo se dieron cuenta de qué se trataba la guerra. Pero juraron lealtad al Plan de Ayala y se batieron alrededor de los cerros, entre el repicar de las campanas de la basílica de Ocotlán. La Convención le ordenó al manco resistir. Los restos de la brigada, aunque desparramados, se esforzaron siempre, no como Zapata, a quien le daba miedo dejar su trono en medio de la selva: Zapata, que sólo salía a tomar ciudades desguarnecidas, Puebla o la capital cuando Obregón andaba en el norte, pero que exigía de los Arenas, eso sí, sumisión y valentía, y vayan a desangrarse.
  Se abre la puerta. Entra la madre de Cirilo, acompañada de un sacerdote: es el cura de Tepeaca, dice. Pero él no está preparado. Además, tiene confianza en la amnistía de Carranza. Si gentes como Ayaquica y Magaña salieron libres, y ellos sí eran auténticos forajidos, a él también debe alcanzarlo el indulto. Su madre suplica y lo abraza, y él aprieta el estómago, se mantiene firme. Aceptar confesarse sería como salirse un poco más del cuerpo. Ella se despide, y el sacerdote se va.
  La pared se empaña. Cirilo vuelve a quedar solo. Repasa los últimos momentos de su aprendizaje. Domingo no sólo le enseñó a combatir, sino también a jugar a la política. Se volvió más desconfiado y no tuvo otro remedio que refugiarse en los volcanes. Atrajo a los jefes zapatistas de la zona y les hizo jurar un pacto de unión. Poco a poco se fue haciendo del control del valle. Fraccionó las tierras de los hacendados y fundó colonias agrícolas. En cada una se apartaron solares para la iglesia y la escuela. Y aunque Cirilo supo, y Domingo quizá no, que eventualmente habría de acabarse, porque no todos lo habían comprendido, ni siquiera el mismo campesinado que formaba parte de ello, los dos entendieron que ahí estaba un germen de respuesta, un comienzo de camino; un germen y un comienzo reales, no letra muerta como la ley del seis de enero, no proclamas de retórica fácil como las de Zapata y tantos otros –Zapata, bien oculto entre los breñales.
  La noche avanza, pero Cirilo ha superado las imágenes. Olfatea el aire, buscando el olor de la tierra, e imagina que toma entre los dedos una hoja de maíz ya maduro, y que soba los vellos de la planta. Eso estaba bien, y sin embargo, parecía mandamiento estrangular aquello que estaba bien. Había que defenderlo. Por eso unieron fuerzas con Carranza, para asegurar la obra. Y el Primer Jefe, a pesar de su incomprensión, la respetó. Por eso se unieron con él, no por traicionar el Plan de Ayala. Pero había que estrangularlo todo. La muchedumbre, fuera, resuella con inquietud. Las colonias, las escuelas en los solares, eran la encarnación del ideal campesino; llegaron los zapatistas de Ayaquica y redujeron todo a cenizas, violaron a las mujeres, balearon a los niños. Zapata redimiendo al campesinado. Zapata que se lame los bigotes y pide a Domingo una conferencia.
  Cirilo crispa los puños y el reflujo de su estómago le quema la garganta. Toma la botella y se sirve las heces. Las bebe de un trago. Trata de ver a Guadalupe envuelta en el rebozo, en la casa que tendrán. Pero el rencor le gana y contempla impotente, porque cuando ocurrió estaba enfermo y no pudo acompañar a su hermano a la entrevista, cómo aparentando despedirse Magaña jala a Domingo del hombro, le desliza un puñal en el vientre, lo remata a culatazos; lo decapita, lo arroja a una barranca, y luego, el muy bruto, recuerda que Zapata tiene hambre, así que vuelve por el cuerpo, le saca los intestinos, llena el vientre con hierbas, y lo lleva a Morelos, donde el máximo caudillo del agrarismo se harta con la carne, se vomita de tanto tragar.
  Son las cuatro de la mañana. Dos soldados sacan a Cirilo de su celda. Tiene miedo, pero se controla. Es sólo que el Primer Jefe busca su completo quebrantamiento. Perdonó a Magaña y a Ayaquica, y él se entregó por propia voluntad. Por Cirilo, mientras espera, piden el indulto los hacendados de Atlixco, los comerciantes de San Martín, hasta las señoras acaudaladas de Puebla. Porque, paradójicamente, mientras los hermanos Arenas tutelaron la zona de los volcanes, las cosas marcharon bien. No había pillaje, porque los revolucionarios tenían comida. No había combate, porque la guerra había dado fruto. No había revueltas, porque los campesinos tenían un territorio al que podían llamar propio. Por eso, no por traicionar al Primer Jefe, resistió su desarme y remontó la cuesta de los volcanes. Sus hermanos ya no estaban ahí para aconsejarlo; él tenía veintiún años y era jefe de la División Arenas. Entonces, aunque no lo demuestra, Cirilo comienza a entrar en pánico. Las calles se suceden y cree saber adónde lo llevan: al cuartel de San José. No se ha confesado, y no sabe si se lo permitirán. Y en cada esquina que queda atrás imagina los cuerpos de los carrancistas que venció, los muertos en Atlixco, los cuatrocientos a los que emboscó en Santa Rita porque se atrevieron a perseguirlo.
  Llegan al cuartel. Un capitán lo conduce directamente al cadalso. Entonces, milagrosamente, el médico de guardia anuncia la suspensión de la sentencia. Lo llevan a una celda. Pasan los minutos sin ninguna novedad. Aunque el doctor no sabe nada, trata de darle ánimos. Y es que a pesar de tantas victorias, tan parciales al final, estaba enfermo, está enfermo, ha visto demasiado. No pudo soportar más la vida en el campamento. No pudo vengar a su hermano ni toleró la visión de los cadáveres de la epidemia de gripe. Trató de rendirse. Estaba solo y fue a entregarse, pero Carranza no quiso aceptar su rendición. Se da cuenta de que ya no lo hará.
  Llega su madre con otro sacerdote y Cirilo acepta recibir los santos óleos. La abraza. Olvida a Zapata y a Carranza. Lo llevan al paredón. Tratan de vendarle los ojos, pero Emeterio corre y Domingo trepa, y ya las manos de su madre se los cerrarán. Dice algo sobre la paz de su patria. Se cruza de brazos. Se pierde en los ojos de Guadalupe y no oye el deslizarse de las balas en la recámara de los fusiles. Hiende el aire la espada del capitán.
  A lo lejos, amanece.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Tierra Adentro 159


La revista Tierra Adentro publicó, en su número más reciente, una reseña mía sobre Contra los poetas, del narrador y polemista polaco Witold Gombrowicz. El libro, editado en el 2008 por Tumbona Ediciones, es una especie de maravilloso asalto verbal que pone en jaque tanto la parafernalia que rodea al oficio poético como ciertos aspectos intrínsecos del mismo. Toda persona que ande en el negocio de invocar a las musas debería leerlo. Reitero a los cuates mi solicitud de hacer paro: la revista se vende en librerías, Sanborns y algunos Vips.